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La casa interior

En un lugar no muy lejano, hace no tanto tiempo, había una niña que vivía en una gran mansión que había heredado de sus tatarabuelos. 

Era muy antigua, polvorienta y ruidosa; además estaba bastante desordenada y algo destartalada, por eso no le gustaba vivir allí. 

Aunque en la casa había muchas habitaciones, ella solo hacia vida en su cuarto, ya que era el único lugar de la vivienda donde se sentía cómoda y segura.

Sin embargo, sentía mucha curiosidad por lo que podría haber en el resto de la casa; al fin y al cabo ahí habían vivido hasta sus abuelos, ¿qué de malo podría ocurrirle?. Así que en ocasiones se aventuraba a recorrer parte de los largos y oscuros pasillos. Lo hacia a paso lento y temerosa. 

Pasaba por delante de decenas de puertas cerradas que comunicaban con otras estancias de la casa, para ella desconocidas. 

A su paso, a veces, escuchaba fuertes ruidos, incluso voces que parecían gritar o querer hablarle. ¿De donde procedían?, ¿había alguien ahí?, ¿de quién eran esas voces?. Al final nunca se atrevía a abrir las puertas, ni a seguir caminando. 

El miedo siempre se apoderaba de ella y acababa dándose la vuelta y corriendo asustada hasta el final del pasillo, donde la esperaba su cuarto, ese remanso de paz, donde bien cerrados, puerta y pestillo, podía descansar tranquila.

Aunque sentía temor, le intrigaba tanto lo que había y sucedía en el resto de la casa, que repetía estos osados pasos cada vez con mas frecuencia. 

Hasta que llegó un día que empezó a sentir que su habitación, hasta ahora tan segura y cómoda, se le hacía demasiado pequeña. 

En ocasiones sentía incluso claustrofobia ahí dentro. Estaba atrapada en ella. Pareciera que necesitaba expandirse, más espacio, respirar aire nuevo. ¡Que cosa tan extraña!.

Un buen día, mientras la niña leía en su cuarto, una anciana y sabia maestra de un pueblo próximo, que pasaba por delante de su ventana, la saludó. 

La niña no tenía la menor idea de quién era, ni de por qué estaba allí y mucho menos, como había llegado hasta ese lugar remoto. Sin embargo, tuvo la extraña intuición de que debía invitarla a entrar, y así lo hizo. 

Aunque no la conocía, había una fuerza inexplicable que la impulsaba a confiar en ella. La mirada de esa anciana transmitía sabiduría, seguridad y confianza. Parecía comprender el verdadero significado de cada pequeño gesto, palabra o expresión de emoción. 

Según supo después, esa sabia maestra tenia un don: el de escuchar los corazones.

A esa primera vez en la que tomaron juntas un té, le sucedieron muchas más. Poco a poco, con cariño, amabilidad y perseverancia y tras muchas palabras, silencios, risas y llantos, la niña fue comprendiendo mucho de lo que guardaba en su interior. La maestra le enseñó algo muy valioso: escuchar los mensajes que su sabio cuerpo le enviaba. 

Aprendió que cuando la mente está ocupada en su frenética actividad habitual le resulta más difícil comprender y sentir a través de su cuerpo lo que verdaderamente está sucediendo.

Gracias a la maestra, comenzó a limpiar el polvo de la casa, a ordenar viejas pertenencias y a ventilar. 

Fue poniendo luz en los oscuros pasillos, e incluso fue capaz de ir quitando algunos cerrojos de puertas que ya no eran necesarios. 

En ocasiones empezó a abrir algunas de esas puertas y asomarse con cautela a estancias desconocidas. 

Así, fue entendiendo el origen de muchos de los ruidos que a menudo oía y como por arte de magia, estos se fueron silenciando.

Algo increíble sucedió: poco a poco fue conociendo a otros habitantes de la casa que ni sabía que vivían con ella bajo el mismo techo. Cada uno bien diferente del otro y con sus propias particularidades. 

Pronto fue reconociendo también sus voces ¡las había oido tantas veces!. Algunas parecían las de buenos amigos que la cuidaban, le daban buenos consejos y le indicaban con cariño el camino a seguir. Sin embargo, había otras que parecían entorpecer su camino, pues a menudo la criticaban, la juzgaban y continuamente le planteaban dudas y desconfianza. Gracias a la ayuda de la maestra, les fue conociendo mejor y aprendió a relacionarse con ellos. Poco a poco fue estableciendo límites a este peculiar vínculo, ignorándoles cuando no la ayudaban y dejándoles pasar, incluso a su cuarto, cuándo procedía. Al fin y al cabo, todos ellos vivían ahí y ¡tenía que aprender a convivir! , así que les dio la bienvenida a compartir su hogar. Entendió además que todos buscaban en realidad beneficiarla, solo que algunos parecían más torpes que otros en su forma de relacionarse con ella.

La niña comenzó a perdonarse, a tratarse con más cariño y aprendió a abrazarse en momentos de dificultad. 

Empezó a sentirse importante, reconocida, más segura de sí misma. 

Casi sin darse cuenta descubrió que ya no era una niña, pero que dentro de ella seguía viviendo esa pequeña, así que comenzó a encargarse de su cuidado. Empezó a sentir mas compasión hacia sí misma y hacia los demás.

Solo entonces pudo empezar a dar las gracias a su madre, a su padre y al resto de familiares y antepasados. 

La casa donde vivía era un regalo que estos le habían donado y aunque en principio podía parecer vieja, sucia y destartalada, poco a poco se percató de que era una auténtica joya. De hecho, cuando salió definitivamente de su cuarto y empezó a habitar la casa al completo, descubrió que había cientos de objetos preciosos y rincones tan valiosos que ni había imaginado. ¿Cuánto tiempo había estado encerrada en su habitación sin apreciar la preciosa mansión en la que vivía?…

Entonces se dió cuenta de que era la mejor casa en la que podía vivir. Sintió un enorme agradecimiento y se sintió la mujer y la niña mas afortunada del lugar. Y descansó.

Basado en hechos reales.

Nada de esto hubiera sido posible sin tu ayuda.

Gracias Raquel.

Con cariño

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